Además de la lozanía en el rostro y la fortaleza capilar, la
maternidad hace perder otras muchas cosas por el camino, como las 30.000
neuronas que he calculado que se vienen a perder después de una noche infernal sin
pegar ojo. De ahí que no sea culpa mía, pobre madre agotada, el reguero de
olvidos y despistes que voy dejando a mi paso y que algún día causarán una
anunciada desgracia.
Mi comadre –madre agotada por partida doble a causa de sus
dos incombustibles mellizas, más conocidas como mis ahijadas las Monkikis- me
comentaba muy preocupada el pasado domingo que estaba empezando a creer que
tenía Alzheimer temprano porque era incapaz de recordar ni las cuestiones más
sencillas, lo hacía todo del revés y tenía lapsus cada vez mayores. “Vamos, que
estoy de médicos”, me dijo.
Una, que ya está acostumbrada a ser un desastre desde que
entró en el paritorio, la escuchaba hablar mientras la veía partir aceitunas a
la velocidad del rayo para sus nenas, que esperaban ansiosas los encurtidos,
enganchadas a las piernas de su madre como hienas hambrientas, mientras la
pobre aguantaba el equilibrio estoicamente sobre sus afilados tacones.
Ni niñera, ni guardería, ni trabajo en el que refugiarse. La
pobre se enfrenta a 24 horas diarias de infierno por duplicado, una tarea que
sólo de imaginarla me lleva al borde del infarto de miocardio. Y pensé que lo
raro no es que olvide cosas –algo que también podría definirse como un
mecanismo de defensa cerebral para borrar que una vez fue una feliz y ociosa no-madre
de pelo perfectamente rizado y sonrisa profiden-, lo raro es que teniendo que
enfrentarse a diario con dos Monkikis semejantes, sea capaz de recordar su
propio nombre.
Yo, que sólo he de enfrentarme a una –pero pelirroja y ya se
sabe que históricamente los pelirrojos siempre se han caracterizado por tratarse
de gente hostil-, sufro de todo tipo de despistes. Desde los inofensivos, como
meter el orégano en el congelador o dejarme la compra en el Mercadona, pasando
por los preocupantes como pintarme un solo ojo, dejando la tarea a medias para
evitar que la nena meta otro pan de molde en la lavadora -otra de sus grandes aficiones- y olvidarme,
y bajar a por el pan dando mucho miedo -y no darme cuenta hasta que vuelvo a
casa y me miro al espejo y empiezo a entender muchas cosas-, hasta los
verdaderamente peligrosos como dejar la vitrocerámica encendida, el grifo del
lavabo abierto o la puerta con las llaves por fuera.
Eso es lo que hay. No doy más de mí. Me dopo, tomo Pharmaton,
Inmunoferon y Red Bull y elevadas dosis de cafeína a través de litros de
CocaCocaZero, pero no hay nada que hacer. No levanto cabeza.
Ayer sin ir más lejos me acordé nada más sonar el
despertador de que en la guarde se celebraba el Día de Andalucía y la nena
debía ir vestida de flamenca. Yo había planeado tunearle un traje, pero se
ve que el plan se me olvidó, como quien no quiere la cosa, en algún momento indeterminado
entre fingir que se me da bien esto de la maternidad y tratar de no entrar en un
coma profundo e irreversible.
Así que con los ojos pegados y dando traspiés, me encaramé
al armario y como pude logré encontrar su traje de gitana, heredado y precioso,
pero como de dos tallas menos que la suya. Pero era eso o nada, así que se lo
embutí con calzador, que para estas cosas soy yo muy madre de la Pantoja, y
aunque la cremallera no le subía hasta el final y a la pobre le costaba andar,
iba la mar de contenta con sus rabillos en los ojos, su nostálgico lunar y su
gigantoflor en el minicoco pelirrojo.
De hecho, le gustó tanto la indumentaria,
que anoche tuvimos que acostarla con él puesto. Al principio tuve miedo que la
niña se levantara con los pulmones atrofiados y con marcas de tira bordada en
la pleura, pero entre que durmiera así y poder ver con el pater una película –o
media, tampoco vamos a abusar- o sufrir toda una noche infernal en familia con
caillous y piezas de construcción clavadas en la espalda, opté por la primera
opción.
Que sí, que puede que no sea la más pedagógica, pero eso es
supervivencia, y Piaget y la Supernanny estarían de mi lado si tuvieran que lidiar
a diario con una pelirroja hiperactiva y, sobre todo, si tuvieran que
enfrentarse a la vida –o lo que sea esto de ser madre- con la tercera parte de
las neuronas de un chimpancé anciano, que ya es mucho decir.