Cuando me compré la casa en el mismísimo centro histórico de
la ciudad –o me la compró el banco, mejor dicho- pensé en los paseos matutinos
por la calle Larios, en los desayunos en Casa Aranda, en la cercanía de mis
tiendas favoritas, en la noches de fiesta sin hacer cola en las paradas de taxi
y en los helados de Casa Mira esperándome a la vuelta de la esquina.
Pensé en todas esas cosas y en otras muchas, casi todas
ventajas, pero curiosamente –y digo curiosamente porque entonces yo no era
madre y mi cerebro aún funcionaba bien- se me olvidó que durante unas –que no
una- semanas al año estaría atascada en el epicentro del mundo cofrade,
secuestrada en mi propia casa, rodeada de tronos, nazarenos, mantillas y bandas
de cornetas y tambores. Al norte, al sur, al este y al oeste de mi humilde
morada. Sin escapatoria.
Lo cierto es que antes de vivir aquí en el foco
semanasantero, bajaba alguna vez a ver alguna procesión. Aspiraba un poco de
olor a incienso, veía pasar uno o dos tronos, me compraba un trozo de coco y me
tomaba unas copillas con los amigos en cualquier bar de moda, para luego volver
a casa, tranquila y relajada a seguir haciendo mi vida. Sin embargo, ahora que
tengo que permanecer sitiada por los tronos, la cosa se complica porque Semana
Santa es lo único que hay en el menú. Y es una odisea bajar a hacer la compra,
pasear o hacer recados. Todo es cirio y fervor.
Y claro, vivir eso tan intensamente como requiere el residir
en el cogollo es agotador, sobre todo, haciéndolo con una niña de dos años y
pico que es capaz de visitar con las abuelas todas las vírgenes y cristos de
todas las iglesias de la ciudad, con todo el entusiasmo de un entregado
seminarista, pero que es escuchar un tambor y entrar en estado de histeria. Así
que no nos queda otra que huir. Como las ratas de los barcos. A algún lugar
recóndito y alejado del olor a incienso y los cucuruchos de nazarenos.
Por suerte, mi hermana, que es una incondicional de la Semana Santa y que vive en
Marbella, muy cerquita de la playa, nos cambia la casa para estos días. Así,
ella se entrega escuchando saetas y bandas cofrades y nosotros nos vamos a
tomar el sol –todo el sol que se puede tomar cuando hay amenaza de lluvia y una
tiene una niña blanca como leche-. Y todo es felicidad y maletas por hacer.
Y en esas estamos, preparando la huida. Yo, con una
paciencia inusitada en mí -probablemente por la sobredosis de antihistamínicos
para la alergia que me he chutado- voy metiendo en la maleta la ropa –de todas
las temporadas porque con este tiempo no se sabe-, mientras la nena la va
sacando por el otro lado, esparciéndola por toda la casa como en un bucle sin
fin, hasta que de fondo escuchamos los tambores que, como los orcos del Señor
de los Anillos, anuncian la llegada un nuevo traslado o un postraslado o una procesión
o un Via Crucis, y la pelirroja recapacita sobre la marcha y recoge, aterrorizada, todas las
prendas que ha tirado por el suelo y las mete como puede y a empujones en la maleta al grito
de “tambores, zzustooo”. Pues eso. Tambores no, gracias.
¡Feliz Semana Santa a todos!