Creo que ya os he comentado alguna vez que soy una persona
miedica. Mucho. Miedica de las que ven una película de terror en el cine y se
pasan las dos horas con la cara incrustada en el brazo del tipo de al lado,
lesionándole el bíceps, lo conozca o no, que en situaciones de emergencia eso
es lo de menos. Asustona de las que escuchan una historia de espíritus en
octavo de EGB y aún hoy con 35 años la recuerda con pelos y señales, sobre todo
cuando se levanta a hacer pipí y al final, tiene que despertar al pater para
que la acompañe, no vaya a aparecérsele la niña en camisón por el pasillo y
tenga una que enfrentarse a ese drama psicológico sin las ocho horas de sueño
en el cuerpo.
Asustona de las que duerme con la luz del pasillo encendida
si el pater no está y de las que quiere que la gente le cuente historias y
luego se enfada porque se las han contado y se pasa años con el trauma en el
cogote como un estigma para toda la vida.
Por eso cuando me decidí a comprar una casa antigua en el
centro histórico pensé con terror que en una casa de ese tipo seguramente había
muerto mucha gente y sólo me faltaba a mí, con el poco tiempo que tengo y lo
estresada que ando siempre, tener que lidiar con unos pocos de espíritus como
si esto fuera una residencia universitaria espiritual.
‘Pero el problema es sólo si la muerte ha sido violenta’, me
dijo mi amiga Silvia que de estas cosas sabe un rato, ‘que si las muertes son
normales, lo lógico es que se hayan ido hacia la luz’. En realidad en aquella
conversación no había nada lógico a no ser que alguna de las dos fuera la protagonista
de Entre Fantasmas, que sólo me faltaría con esa descompensación cadera-cintura,
pero aquella idea de la muerte violenta me dejó como en shock porque no es lo
mismo tener a un señor que hubiera muerto de un infarto en los años 50, que una
señora a la que le hubieran dado quince puñaladas traperas. Vamos, que no es lo
mismo.
Así que cuando ya estábamos en el banco a punto de firmar la
hipoteca miré al pater y el pater me miró y me negó con la cabeza porque sabía
que iba a avergonzarle en exactamente tres segundos y así fue. ‘Verá usted’, le
dije al vendedor que era un señor mayor. ¿Usted podría decirme si en esta casa
ha habido alguna muerte violenta?
Yo creo que el notario casi se muere del impacto, pero también
se quedó curiosón, atento a ver si el señor acababa confesando que en la que
ahora es mi casa se había producido una masacre o un rito de iniciación satánico
o sólo dios sabe qué…
‘Que va, chiquilla, este bloque lo construyó mi padre y este
piso me lo dio a mí y desde que yo recuerdo, siempre había vivido una anciana,
muy muy mayor, que era soltera, que llevaba un coquito y que estaba impedida de
las piernas’
¿Perdón? ¿Impedida de las piernas? Muero de terror.
‘Pero no murió aquí porque cuando ya estaba muy mal, sus
sobrinas se la llevaron a su casa y dejaron el piso vacío’.
Por supuesto me lo creí porque me lo quise creer y porque la
casa me gustaba y porque el pater me hubiera matado si me levanto de la mesa del
banco y salgo corriendo como Forrest Gump, pero que aquello no tenía ni pies ni
cabeza y seguro que la anciana impedida y su silla de ruedas habían muerto en
mi casa y quién sabe si todavía sigue allí dando corretadas salón arriba y
abajo, que mi amiga Silvia no sabe tanto de estas cosas e igual la señora no
tuvo muerte violenta pero tampoco quiso irse para el otro barrio con lo entretenida
que la tenemos en casa.
Así que algunos días, cuando tengo miedo, pienso en la
anciana del roete dando corretadas en su silla de ruedas de la Segunda Guerra Mundial,
haciendo inc, inc, inc y vigilando a través de las puertas entreabiertas y
entonces le clavo la cabeza al pater en la espalda para no ver nada más que su
camiseta, a veces con tanto ahínco que casi le parto la pleura… Pero otras
veces cuando no puedo más de estrés maternal, cuando la pelirroja me persigue
para que le dé otro helado y hagamos unas fichas o el puzzle de la Barbie Mosquetera cuyas piezas
están mezcladas con las de otros tres puzzles y tengo la casa que es una
pocilga y el hermanísimo decide berrear hasta que se le gaste la voz, lamparía
porque se me apareciera la anciana impedida con roete e incluso con el pelo
suelto como Fortu, porque así podría ponerla a ver Canal Sur o la novela con
Cigoto en brazos e igual hasta podría picarme unas habichuelas.
Vamos, que esta noche que es Halloween igual acabo invocándola.
Que todas manos son pocas para una familia de pelirrojos. Aunque si lleva
tiempo vigilándonos igual pasa de manifestarse, que conociendo cómo nos las
gastamos en esta casa, igual le renta más irse hacia la luz. Y no la culpo.